¿Cómo medir algo tan subjetivo como el dolor?

¿Cómo se siente el dolor? Esta pregunta no tiene una única respuesta. Quemaduras, cortes, golpes, fracturas y contracturas son algunas de las eventualidades físicas que dan lugar a una compleja experiencia sensorial que se sabe no todas las personas perciben ni expresan de la misma manera. Desde el punto de vista de la medicina esta cuestión resulta muy importante, teniendo en cuenta que esas diferencias podrían aprovecharse para lograr tratamientos cada vez más específicos.

“Los circuitos neuronales de señalización del dolor son muy complejos; hay una enorme cantidad de genes implicados en el proceso de transmitir un mensaje como, por ejemplo, ‘me duele la muela’. Nosotros estudiamos algunos de ellos”, cuenta Cecilia Catanesi, investigadora adjunta del CONICET en el Instituto Multidisciplinario de Biología Celular (IMBICE, CONICET-UNLP-CICPBA) de Argentina, donde lleva adelante una línea de trabajo sobre diversidad genética y su relación con las vías en que se expresa esta percepción.

Su equipo está abocado al análisis de genes relacionados con el dolor, para encontrar entre sus variantes una correspondencia con las percepciones manifestadas por distintos grupos de personas. Además de diversos estudios realizados a partir de pacientes hospitalizados; también ha concluido algunos sobre la población en general, y precisamente uno de ellos acaba de publicarse en la revista Journal of Oral & Facial Pain and Headache. En este caso, los especialistas encuestaron y tomaron muestras de saliva a voluntarios de las ciudades de Resistencia (Chaco) y Corrientes y de un municipio chaqueño llamado Misión Nueva Pompeya, en cuyos alrededores hay gran presencia de comunidades nativas, especialmente wichí.

La información biológica les mostró diferencias con poblaciones de otros continentes en la variación de tres genes llamados COMT, OPRM1 y OPRK1. Al comparar las poblaciones argentinas estudiadas, las variaciones entre los habitantes de cada lugar para estos genes no fueron tan importantes, aunque sí para otro llamado IL-1Ra, sobre el cual la misma autora había publicado un artículo científico en 2015.

“Notamos que en comunidades nativas chaqueñas este último gen presenta una variante relacionada con los procesos inflamatorios, que se caracterizan por la presencia de dolor, con mucha más frecuencia que en otros grupos”, detalla Catanesi. También se recabaron datos en un exhaustivo cuestionario acerca de experiencias como migrañas, fracturas, intervenciones odontológicas, partos con o sin anestesia, y más. “Los dos aspectos más importantes en genética del dolor son: cuánto te duele, y cuál es tu respuesta a los analgésicos. Todo se evalúa en base a una escala numérica”, relata.

“Las asociaciones genéticas son las variaciones que pueden corresponderse con algún rasgo, que en este caso es la expresión del dolor. La realidad es que no encontramos las mismas que figuran en la bibliografía, ya que generalmente lo que está más estudiado y descripto es lo europeo, y nosotros tenemos una mezcla de distintos orígenes”, aduce Catanesi, y continúa: “Más aún las comunidades elegidas, donde hay muchas personas nativas junto con otras que no lo son. Esto tiene que ver con el flujo genético, porque cuando se combinan las poblaciones, aumenta la variabilidad de los genes y cambia la frecuencia de las variantes o alelos, es decir sus formas”.

El antecedente de esta línea de investigación radica en experiencias con modelos de ratones que Catanesi realizó hace poco más de una década durante una estadía como becaria en el Instituto Nacional de Genética de Mishima, Japón. “Las pruebas consistían en infligir al animal algún tipo de dolor sin llegar a causarle una lesión. Por ejemplo, colocarlo en una cabina con el piso caliente –denominada hotplate– y observar cuánto tiempo demoraba en lamerse las patas delanteras, señal de que la temperatura lo estaba afectando”, cuenta la científica. El paso siguiente era analizar genéticamente a cada individuo para detectar las variantes y sus correlaciones con la manifestación del malestar.

Si bien estos experimentos constituyen la raíz de lo que luego pasó a estudiarse en seres humanos, Catanesi subraya un aspecto imposible de obviar: el componente psicológico. “Es un factor de mucho peso: la principal diferencia entre experiencias con animales y personas”, explica. Sucede que, además de que en ambos casos está demostrado que por cuestiones hormonales cada sexo experimenta el dolor de distinta manera, en nuestra especie se agrega una presión social o cultural que lleva a aparentar, en ciertos casos, un mayor grado de fortaleza, “especialmente en varones que están siendo testeados por una mujer”, observa.

En el trabajo realizado en el norte argentino el componente psicológico también resultó muy importante, pero esta vez en las mujeres, teniendo en cuenta que “las nativas tienden a no manifestar dolor en los partos de la manera en que lo hacen aquellas con ascendencia europea”, explica Catanesi, y agrega: “¿Qué pasa?, ¿no les duele o no lo muestran? Es probable que no lo expongan debido a cuestiones culturales, pero en todo caso a esto también hay que comprobarlo”.

Lo observable a nivel genético podría tener –explica la investigadora- gran aplicación en la medicina personalizada, dado que no todas las personas responden de igual modo a los analgésicos. “Los genes interactúan de formas muy complejas, y su funcionamiento repercute de distinta manera en cada individuo”, apunta Catanesi, y añade: “Conocer las variantes genéticas de las poblaciones permitiría en un futuro identificar sub-grupos con diversos grados de sensibilidad a los analgésicos y mejorar la aplicación de tratamientos contra el dolor más adecuados”.

Source: La Razón

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