La mujer maravilla vive conmigo

Por Sofía Fortunatti Quezada

Tenía seis años cuando empecé a ver el noticiario de la noche. En ese tiempo a mis compañeros de curso los mandaban a acostarse después de ver Aquelarre, la teleserie del 7. No existía el permiso para ver las noticias, eso era para grandes. En cambio, para mi mamá era importante que fuéramos niñas críticas porque los domingos se debatía de política en la sobremesa.

Gracias a esos debates, con solo siete años, ya sabía que Pinochet era el malo de la película, que había generado un genocidio en Chile y que aquí se había perseguido, ejecutado, torturado y exiliado a mujeres y hombres. En la mesa se hablaban las cosas con su nombre: dictadura y violación a los derechos humanos, na’ de Régimen Militar como le decía mi abuelo facho, quien tenía una foto de Pinochet escondida en su pieza.

Así llegaba todos los lunes bien preparada al colegio. La sala se dividía en dos, los Lavín y los Lagos. Los Lavín dominaban el curso, eran los populares, los que defendían con euforia a la derecha porque sus papás decían que “la economía estaría mejor con él”, mientras los “Contreras” nos entendíamos en historias de disidencia: “tu papá no tiene idea lo doloroso de una tortura”, pensando que Lavín era sinónimo de Pinochet.

En el colegio siempre fui contra las reglas. No me parecía el sistema autoritario, siempre creí en una sociedad de iguales, por más chiquita que fuera esa micro-sociedad de la escuela, era determinante en mi construcción de mundo. Me afectaba la violencia y el bulliyng constante que me hacía mi compañero de curso, Víctor, por ser más sensible. O esa compañera, la Daniela, que me aislaba del grupo porque no tenía la Bratz de último modelo, mis juguetes eran piratas o simplemente porque mi moda era antimoda.

Mi mamá siempre nos vistió diferente. Ir en un colegio cuico respondía a estándares complejos para el bolsillo de una familia de clase media. Éramos las alternativas. Auténticas para mi mamá. Cambiamos el peto de las Spice Girls por jardineras de cotelé y vestidos cuadrille, cual moda española de los años 80. Era la nostalgia de mi madre en aquellos años vividos -por obligación- fuera de Chile, en España una patria que no le pertenecía pero que la acogió junto a tantos otros.

Y aunque la Daniela me agrediera por ello, ahí estaba mi mamá, a las 10 de la mañana en la Dirección del colegio defendiéndome como rutina diaria para después decirme “Sofiita, tus argumentos valen más que un golpe, tú puedes”. Luego a las cinco atendiendo mi llamada urgente porque se me había olvidado la cartulina para el día siguiente, y a las seis porque tenía que llevar un disfraz. Ella llegaba a las nueve del trabajo, con la cartulina, el disfraz, hilo para coserme la basta del buzo y lana para tejer los 20 cuadraditos que había que llevar para la campaña del colegio.

En ese tiempo, ser mujer, mamá, tener una carrera política iniciada en su juventud como dirigenta estudiantil en la Universidad Católica y en la Complutense de Madrid hasta llegar a ejercer cargos públicos, era difícil. Si podía nos llevaba a mi hermana y a mí en la cartera. Durante las vacaciones íbamos con ella a la Intendencia, donde trabajaba, porque no tenía con quién dejarnos. Yo me escondía bajo su escritorio a leer para que nadie se diera cuenta de mi presencia, solo quería que dieran las siete para ir a la botillería de mi abuela.

En Mapocho con Libertad estaba la boti de la nena, mi abuela socialista (la esposa de mi abuelo facho), lugar donde nos llevaba mi mamá para que aprendiéramos a tomarle valor al trabajo. Con mi hermana vendíamos el Huesolíticocanibalidoso (un helado que duró dos temporadas), mientras mi mamá ayudaba a mi abuela a cuadrar la caja.

Recién a los diez, cuando vi por primera vez a la Mujer Maravilla en el canal 11, me di cuenta que ella era mi mamá. Tenía superpoderes para transportarse donde estuviera. Esa superheroína que a los nueve me contó que antes de que yo naciera tuvo su primer aborto, y que creía con convicción que las mujeres tenían poder de decisión sobre su cuerpo y no la iglesia (siendo ella católica), no solo estaba en las pantallas de televisión, vivía y dormía conmigo.

Esa heroína años más tarde me enseñó a pararle la mano a ese pololo que se propasó conmigo, a decir ¡NO! cuando yo no quería. A configurar mi propia arma de autodefensa en las calles: el alfiler. La fórmula excepcional para paralizar abusadores. “Si vas en la micro y un hombre te toca, pínchalo”. “Si vas en el taxi y el chofer se desvía, pínchalo”, me decía. Su arma infalible en los años 70, igual que sus consejos de empoderamiento desde los seis años.

A esta superheroína que voló siempre a mi lado, le agradezco todo lo que soy ahora. Si no fuera por ella, no sabría la importancia de la vida ajena, el valor del esfuerzo y el peso de las raíces en nuestra historia. Que la justicia llega, pero tarda. Pero, sobre todo, el creer que tengo las suficientes herramientas para construir transformaciones sociales, para luchar, creer en mí y empoderar a otras mujeres. Gracias por ser mi mamá, Mujer Maravilla.

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